03 marzo 2005

El tiempo del lobo



Michael Haneke se ha convertido en un director fetiche en esta casa desde que visionamos su penúltima película, "La pianista". Deberían vernos, a la santa y a mí, con los ojos como platos con la historia de aquella profesora de piano aparentemente normal pero aterrada por la vida, obsesionada en secreto por el sexo enfermizo, sólo capaz de sentir a través del sufrimiento y el dolor inflingido sobre ella misma y los demás. Menuda velada inolvidable pasamos entre exclamaciones tales como; "hala, ¿¿¿¿pero qué haceeeeeee???" en la famosa escena de la hoja de afeitar en el contexto íntimo de un cuarto de baño, "está tía está pirada" (cada dos por tres). O el ya legendario "¡¡¡QUE LA VIOLA!!!" cuando la protagonista se abalanza en plena noche sobre su pobre madre con la que comparte cama, en busca de algún consuelo y calor humano (suponemos). Como ven nuestra manera de entender el cine no dista demasiado de aquellos parisinos de principios de siglo que salían en tromba de la barraca de proyección creyendo que iban a ser arrollados por la locomotora que aparecia en pantalla. Y no menos satisfactoria que la película fueron las noches cerrando el bar del Círculo de Bellas Artes al calor del pacharán, discutiendo a voces sobre la película de marras. Sí, somos unos pijos.

Así que cuando me enteré que la última película de Haneke, "El tiempo del lobo" era de ciencia-ficción catastrofista, no pude evitarlo. Este "mostro" y mi género favorito felizmente unidos a través del séptimo arte, esto era de visionado obligatorio. Así que, tras tres semanas de paciente descarga, nos preparamos concienzudamente para otra intensa velada de cine culto e intelectual (nos pusimos el pijama y nos plantamos un buen café).

"El tiempo del lobo" está ambientada en una Europa de un futuro indeterminado en el que algún tipo de catástrofe que desconocemos provoca la huida de la población urbana hacia el agro. La acción se centra en una familia que, al llegar a su casa de campo, la encuentra ocupada por un matrimonio armado que les despoja de todas sus posesiones y a partir de ahí peregrinan buscando sin éxito ayuda por los pueblos cercanos hasta llegar a una estación en la que se hacinan los refugiados con la esperanza de que llegue un tren y se los lleve al norte, lejos del caos y el desastre que ha destruido la civilización y sus vidas de paso.


Si hay una idea que Haneke tiene clara es que la sociedad occidental se autoengaña con ilusiones de moral, bondad, solidaridad y demás chorraditas bienintencionadas que, cuando las cosas se ponen difíciles caen en jirones como una piel seca que diera paso al pelaje del lobo. Esta es la tesis y la película se estructura en base a ella. La familia protagonista sigue su particular via crucis, cargando con la cruz de unos valores de clase media que ya no sirven en un mundo asolado y desierto por el que están condenados a vagar. Pero Haneke, a diferencia de un Von Trier que se hubiera regodeado en putear a los protagonistas hasta lo indecible en su línea de drama para hacer de reír, opta por una contención de mal rollo, construida a base de detalles sutiles que van machacando a los miembros de la familia (el caso casi anecdótico de la mascota del chico pequeño, un periquito que muere, es especialmente tremendo en su sencillez y resonancia). Los personajes contienen sus emociones, aún devastados por dentro, incapaces de explicarse lo que ha sucedido, colapsando como estrellas agonizantes y alejándose unos de otros hasta que, finalmente queda destruida la unidad familiar e incluso, la cordura.

Asimismo las relaciones entre los refugiados en la estación de tren se desarrollan sobre un estado de violencia latente y contenida; el sexo como mercancía, el seguimiento borreguil ante cualquiera que se arrogue de cierto poder, el mercadeo bajo la presión del fusil apuntándote, el consenso destruido cuando desaparece el bienestar económico, los ajustes de cuentas, la religión irracional más cercana al cuento de viejas como clavo ardiendo al que aferrarse como última esperanza y vía de escape... Y el tren como gran metáfora de un tiempo mejor que no va a venir, de una esperanza inútil. Todo de una contención encomiable, sin estridencias pasadas de rosca, más cerca del mal rollo que del dramatismo, subrayado por una tenebrosa sobriedad visual, tremendamente seca y áspera pero hermosa a su modo.


Pero yo tengo un problema con esta película que he de explicar haciendo un pequeño rodeo, me disculparán. Hay un libro de Robert Merle, "Malevil", en el que se examina la reorganización social tras un desastre nuclear, llegando a interesantes conclusiones sobre lo absurdo de la propiedad privada y sentimental en comunidades pequeñas, de la necesidad de la religión y las nuevas relaciones sociales planteadas en una situación semejante, mucho más allá del habitual (y quizá simplista) "el hombre es un lobo para el hombre". Porque el hándicap de ésta película es que, bueno, pues ya sabemos que cuando nos ponemos los seres humanos somos unos cabronazos, que en la opulenta sociedad occidental vivimos sobre una capa de hielo finísima, que en cualquier momento podemos caer en el vacío y el caos que otros sufren continuamente en otros lugares del mundo. Y que probablemente no podríamos soportar esa caída. Incluso no hace falta llegar al extremo de un desastre universal para comprobarlo, con mirar un poco alrededor (no mucho) basta. Sin embargo como el interés de Haneke se queda ahí, la tesis se agota rápidamente, el desarrollo de la situación planteada no va más allá y el film resulta insatisfactorio, como un orbitar errático de personajes abatidos como asteroides helados y secos perdiéndose en la negrura.

1 comentario:

Jorge dijo...

Ademas de que "el hombre es el lobo del hombre, el titulo se refiere a que "El tiempo del lobo" es una expresión extraída del Codex Regius, el primer poema germánico y, más concretamente de una frase que des-cribe lo que pasará en la tierra antes del “Rag-narök”, es decir, el fin del mundo. Éste tiene lugar muy poco antes del Apocalipsis, y durante el tiempo que dura se trastocan los valores más arraigados entre el ser humano y caen las más altas torres del conocimiento. El caos se apodera de todo.

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